Profundizando en nuestra fe
III – La Naturaleza Humana de Jesucristo
Jesucristo, como nos decía el catecismo antiguo, es Dios y hombre verdadero. El olvido de cualquier aspecto, divino o humano, en Cristo, conduce a la desaparición de su figura, con las consecuencias trágicas que se derivan para la fe y la espiritualidad cristianas. Si escamoteamos de alguna manera su divinidad o su humanidad, el Cristo del que se habla ya no es el Cristo verdadero.
El dogma de la Encarnación define que el Hijo –segunda Persona de la Santísima Trinidad- tomó carne en el seno de la Virgen María. Desde entonces, ese Hijo recibe el nombre de Jesucristo; una Persona Divina con dos naturalezas: una divina, pues es Dios, y otra humana, pues es hombre. Ambas naturalezas permanecen unidas hipostáticamente (en la Persona de Cristo).
Cristo, perfecto hombre y hombre perfecto
La Iglesia cree que Jesucristo es perfecto hombre (igual a nosotros en todo menos en el pecado) y hombre perfecto (pues no hay en Él imperfección o vicio; es el hombre ideal, santo, pleno).
La humanidad de Jesucristo está plenamente atestiguada en las Sagradas Escrituras: La Carta a los Gálatas insiste en que es un hombre como nosotros: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley” (Gal 4:4). La Carta a los Romanos nos dice que era de la estirpe de Adán (Rom 5: 12ss). San Juan habla de su experiencia personal a través de los sentidos con Jesús (1 Jn 1: 1-2). En los Evangelios de la Infancia se nos dice que nació en Belén en tiempos del rey Herodes (Mt 2:1) y que iba creciendo en edad, sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2:52).
1.- Con un cuerpo verdaderamente humano
Es de fe que el cuerpo de Jesucristo era un cuerpo verdadero y terreno, de carne y hueso. Santo Tomás niega que este cuerpo pueda ser considerado como celeste o imaginario; pues si así lo fuera no podríamos decir que es realmente “encarnado”, su muerte en cruz no habría sido real (como narran los Evangelios) sino sólo en apariencia, y por otro lado, no habríamos sido redimidos, pues haríamos de Cristo un mentiroso. Fue el mismo Cristo quien le dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente” (Jn 20: 27).
1.1.- La corporalidad real de Cristo la vemos manifestada en muchos lugares de la Sagrada Escritura. Así por ejemplo, se habla de que fue concebido (Lc 1:31) en el seno de la Virgen María (Lc 1:42); nación en Belén (Lc 2:7); es circuncidado (Lc 2:22); se escapa al templo cuando era adolescente (Lc 2: 42-43); caminaba (Mt 4:16); comía y bebía (Lc 7:34); rechaza ser un fantasma (Lc 6:49); suda sangre (Lc 22:44); le clavan los pies y las manos (Jn 20:20); muere (Lc 23:46); y, una vez resucitado, insiste en que su cuerpo no es un fantasma (Lc 24:39).
Ya en tiempos de San Juan hubo algunos que negaron la corporalidad real de Jesucristo. Los docetas decían que tenía un cuerpo meramente aparente, pero no real. Frente a ellos, San Juan hace una defensa de la corporalidad de Cristo en la Primera de sus Cartas (1 Jn 4: 2-3):
“Queridísimos: no creáis a cualquier espíritu, sino averiguad si los espíritus son de Dios, porque han aparecido muchos falsos profetas en el mundo. En esto conocéis el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios”.
En los comienzos de la Iglesia fueron grandes defensores de la realidad del cuerpo de Cristo: San Ignacio de Antioquía, San Justino, Tertuliano. San Hipólito, y muchos otros.
El Magisterio de la Iglesia recoge desde las primitivas confesiones de fe y definiciones dogmáticas, la fe en el cuerpo verdadero y humano de Jesucristo. Véanse el Símbolo Quicumque (DS 76), el Sínodo I de Toledo (a 400) (DS 189), el Concilio de Calcedonia (a. 451) (DS301), el Concilio II de Lyon (a. 1274) (DS 852, 1340). A modo de ejemplo recogemos la definición que aparece en el Concilio de Calcedonia al respecto:
“Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado [Hebr. 4, 15]; engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad; que se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de Él nos enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha trasmitido el Símbolo de los Padres [v. 54 y 86].
Así, pues, después que con toda exactitud y cuidado en todos sus aspectos fue por nosotros redactada esta fórmula, definió el santo y ecuménico Concilio que a nadie será lícito profesar otra fe, ni siquiera escribirla o componerla, ni sentirla, ni enseñarla a los demás”.
1.2.- El cuerpo asumido por Cristo fue un cuerpo pasible (Is 52:13; 53: 1-3; 1 Pe 2:21; Mt 27: 29-33) y con los “defectos” comunes a toda naturaleza humana que no fueran contrarios a la perfección de la gracia. Esos defectos los asumió voluntariamente, y no los contrajo como consecuencia de pecado alguno. A diferencia nuestra, que sí contraemos los defectos como consecuencia de nacer con el pecado original.
San Ignacio de Antioquía manifiesta esta doctrina con sencillez y profunda fe:
“Espera a Aquél que está fuera del tiempo, intemporal e invisible, hecho por nosotros visible, y, siendo impalpable e impasible, se hizo pasible y padeció por nosotros todos género de sufrimientos”[1]
El Magisterio de la Iglesia también lo confirma. Los símbolos de la Iglesia (credos) afirman la realidad de los padecimientos y muerte de Cristo: “Nació de María Virgen, padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado…”.
Los concilios primeros de la Iglesia también condenaron las posturas que eran contrarias: docetismo, gnosticismo, nestorianismo (DS 263). La manifestación expresa de la humanidad y pasibilidad de Jesucristo también la vemos en IV Concilio de Letrán (DS 801), Concilio de Florencia (DS 1337).
Santo Tomás de Aquino estudia el tema de la pasibilidad de Cristo en la cuestión 14 de la tercera parte de la Suma Teológica. Resumiendo su doctrina nos dice: Era conveniente la asunción de un cuerpo pasible para expiar en lugar nuestro los pecados de los hombres; para manifestar que tenía verdaderamente una auténtica naturaleza humana; y para dar ejemplo de paciencia en sobrellevar los sufrimientos. Este su cuerpo fue pasible, no como fruto del pecado, que en Él no existió, sino como consecuencia de una decisión libre de su voluntad.[2]
El Aquinate añadía que la pasibilidad de su cuerpo era necesaria para obrar la satisfacción; y la plenitud de la gracia, para que esta satisfacción fuera plena.[3]
Santo Tomás rechaza la tesis de la asunción de los defectos comunes a la naturaleza humana como algo milagroso, sino que sostuvo que hubo una necesidad natural de tenerlos ya que Cristo asumió la naturaleza humana en todo igual a la nuestra menos en el pecado (de modo que la muerte, la sed, la fatiga, etc. Fueron causadas en Cristo por los principios naturales que necesariamente conducen a aquéllas). Por lo mismo, asumió la necesidad de coacción que contraría la naturaleza del cuerpo y del alma, como se ve en la Pasión y Muerte del Señor (el alma de Cristo no poseía la virtud propia de impedir que los clavos traspasasen sus manos y pies y le procurasen horrorosos tormentos, a pesar de lo cual Cristo libremente los sobrellevó en su voluntad divina y en su voluntad racional humana[4].
2.- Con un alma perfectamente humana
El Hijo de Dios asumió una verdadera naturaleza humana, por tanto con un cuerpo humano, como ya se ha considerado, y también con un alma realmente humana; es decir, racional, propia de los seres humanos.
La Iglesia siempre consideró esta verdad como de fe; y por ello la defendió frente a herejías como el arrianismo y el apolinarismo.
La Sagrada Escritura nos confirma que Jesucristo tenía verdadera alma humana, pues tenía:
Sentimientos humanos: indignación, como en el caso de la expulsión de los vendedores del templo (Jn 2: 15-17); tristeza, como en Getsemaní (Mt 26:38); alegría, como en el episodio de Lázaro (Jn 11:35)…
Se ejercitaba en la virtud. Lo cual sólo podía ocurrir si tenía un alma humana: obediente, como su oración de abandono en Getsemaní (Lc 22:42); humildad, como la exhortación a imitarla por parte de sus discípulos (Mt 11:29); oración (Mt 14:23).
El mismo Jesucristo afirmaba que tenía un alma humana: como en la Agonía de Getsemaní (“Triste está mi alma hasta la muerte” Mt, 26:38); o en la Última Cena (“Mi alma está turbada” Jn 12:27); o cuando, clavado en la cruz y agonizando dice “Padre a tus manos encomiendo mi espíritu…” (Lc 23:46).
Los Santos Padres desde un principio, son contestes a la hora de afirmar la existencia de un alma humana en Cristo. San Clemente Romano (cuarto Papa) decía: “… entregó su carne por nuestra carne y su alma por nuestra alma”[5]. San Gregorio de Nisa establece una curiosa comparación a través de la cual establece su doctrina: “El Buen Pastor, al tomar sobre sí a la oveja –la naturaleza humana-, no sólo tomó su piel –la carne- sino también lo que le da la vida y la hace realmente humana, el alma”[6].
El Magisterio de la Iglesia condenó en el Concilio de Nicea (a. 325)(DS 130) y en Concilio I de Constantinopla (a. 381)(DS 151) las doctrinas de Arrio y Apolinar de Laodicea respectivamente. En el Concilio de Florencia (a. 1442) en el Decreto para los Jacobitas, se vincula esta doctrina contra la de Apolinar y se condena (DS 1343).
El concilio de Calcedonia (a. 451) definió dogmáticamente que Jesucristo tenía un “alma racional”. Expresión que luego se reiteraría en concilios posteriores.
Santo Tomás de Aquino habla del alma de Cristo en dos apartados. En el primero se concentra en la naturaleza del alma asumida por el Hijo de Dios (Summa Theologica, III, q. 5, aa. 3-4), de la cual dice que es humana y racional. En el segundo apartado estudia la creación del alma racional de Cristo, su infusión en el cuerpo y la unión resultante de la naturaleza humana con la Persona del Verbo (Summa Theologica, III, q. 6, aa. 1-5). Frente a las tesis de Arrio y Apolinar que defendieron que el Hijo de Dios sólo habría asumido la carne humana, y que las funciones del alma las realizaría el Verbo, Santo Tomás explica que esto supondría que en Cristo no hubo dos naturalezas sino sólo una, pues la naturaleza humana se constituye sólo por la unión del alma humana con el cuerpo.[7]
3.- Las facciones humanas de Jesús a partir de los Evangelios
Las facciones humanas de Jesús eran bien conocidas por sus contemporáneos; pero no nos ha llegado un retrato o descripción de las mismas. No obstante podemos extraer algunos rasgos de los Evangelios.[8]
Fecha de nacimiento: Algunos especialistas datan el nacimiento de Jesús del año 5º al año 7º antes de nuestra era. La crucifixión fue el día 7 de abril del año 30; por lo que Jesús tendría entre 35 y 37 años de edad.[9]
Atuendo: Solía ir vestido con lana y túnica superior (Jn 19:23; normalmente se usaba con cuatro borlas de lana con hilos azules, Num 15:38), cinturón, sudario blanco para la cabeza y el cuello. Con barba y cabello recogido en la nuca, a diferencia de los nazarenos. Tenía gusto por el aseo (Lc 7:44) y acepta el bálsamo de María (Jn 12: 3ss.).
Personalidad: Tenía una personalidad profundamente atrayente para mayores y niños (Lc 18; 15ss; 11:27). Incluso sus enemigos lo calificaban de “seductor” (Mt 27:63). Tenía una mirada de impresionaba y cautivaba (Mt 3:5; Mc 3:34; 5:32; 8:33; 10:21; Lc 22:61). Y al mismo tiempo hablaba con autoridad y no como los escribas (Mt 8: 28-29).
Fortaleza: Pasó muchos días en ayuno (Mt 4). Después de todo el día trabajando y caminando (Mc 3:8) era capaz de pasarse gran parte de la noche haciendo oración (Mc 1:35). Gusta de la vida al aire libre (“El Hijo del hombre no tiene ni dónde reclinar la cabeza”, Mt 8:20). No tenía ni tiempo para comer (Mc 3:20; Jn 6:31). Pero sobre todo vemos su fortaleza física y espiritual en el momento de su Pasión y Muerte.
Hombre de carácter: Su carácter lo manifiesta desde la infancia (Lc 2:49). Tiene una voluntad firme de cumplir lo que su Padre le ha mandado (Lc 22:42). En ningún momento se acobarda ante las personas que intentaban atraparle (Lc 4: 21-30). Siempre decía la verdad a la cara, aunque eso pudiera suponer el rechazo de los que le escuchaban (Mt 23:27). No había venido a traer paz sino espada (Mt 10:34); ni a salvar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9:13); ni a ser servido, sino a servir (Mc 10:45). Era firme en sus propósitos y así lo enseñaba a todos (“El que pone la mano en el arado y echa la vista atrás…” Lc 9:62); “no podéis servir a dos señores” (Mt 6:24).
Hombre profundamente sincero: Así es reconocido incluso por sus enemigos (Mc 12:14); acusa al demonio por ser el padre de la mentira (Jn 8:44). Murió antes de decir una mentira (“¿Eres tú el Hijo de Dios… Tú lo has dicho…”, Mt 26: 63-65).
Profundamente inteligente: Vence a sus enemigos desenmascarando las trampas que pretendían tenderle: sobre el matrimonio (Mt 19: 1ss.); el impuesto al César (Mt 22:15); sobre la resurrección y los saduceos (Mt 22:23); sobre la condena a la mujer adúltera (Jn 8: 1ss.).
Con gran amor por los pobres y más necesitados: Tiene compasión de las multitudes que estaban hambrientas (Mc 8:2); que estaban como ovejas sin pastor (Mc 9:36); resucita a la hija de Jairo y a su amigo Lázaro (Mc 5: 22ss,; Jn 11); cura a ciegos, sordos, leprosos, endemoniados. Incluso tiene piedad de los que le suplican estando Él mismo clavado en la cruz (Lc 23:42).
Hombre profundamente alegre: Que invita a todos a recibir su alegría (Jn 17:13); va a fiesta de bodas y la hace posible cuando iba a fracasar (Jn 2); no deja ayunar a sus discípulos mientras que Él estaba con ellos (Mc 2:19).
Hombre lleno de paz: “Mi paz os dejo, mi paz os doy…” (Jn 14:27).
De gran sensibilidad humana: Tenía una auténtica sensibilidad de poeta. Las parábolas son maravillosos cantos; no hablemos de las bienaventuranzas (Mt 5: 1ss.) o de los lirios del campo (Mt 6: 28ss.).
Jesucristo es realmente un modelo para el cristiano. Él mismo nos lo dice: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11:29). Y San Pablo también nos lo recuerda: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús” (Fil 2:5).
Aunque el mejor modo de conocer a Cristo es a través de la oración; pues es en ella donde se dibuja en nosotros el rostro de Cristo.
………………